Se había hecho tarde. La noche cada día me alcanzaba mas lejos del centro. Como Cenicienta a la que apremia el tiempo, en cumplimiento de un sortilegio, reemprendo la vuelta presurosa por calles vacías.
En el centro de Beirut todas las calles de forma radial convegen en la Place de la Etoile. Allí se erige la torre del reloj. Curiosa esa arquitectura, ese espacio estrellado que viene a convergir en el tiempo. Espacio avocado al tiempo.
-
Tiempo que metafóricamente quedo en suspenso durante los quince años de guerra. El reloj de la torre estuvo desmontado, aguardando, dormido en algún almacén a computar tiempos mejores.
-
Bordeaba la plaza por la acera de la catedral ortodoxa de Saint Georges. Aceras que unas horas antes estaban llenas de glamourosos beiruties católicos, que bebían y fumaban seesha sentados en las terrazas, mientras las chachas filipinas paseaban a los niños dando vueltas a la torre del reloj.
-
Y al pasar por la puerta de la mezquita Al Omari el almuecín comienza a llamar a la oración, distrayéndome de mis cavilaciones. Estamos en Ramadán. Y aquella música, aquellas suras cantadas desde el alminar me transpotan a una espiritualidad sin religión. A la búsqueda de una elección que trasciende de dioses, inventados en un afán humano que buca la inmortalizad. ¿Qué más da si solo somos un punto en un infinito sin sentido?.
-
Y asciendo por la arcada de la calle Al Maarad y, descubro la bandera de España que pende de un balcón. Me pregunto si los beiruties también se alegran de que hayamos ganado el mundial, para descubrir ya en la cercanía de que se trata del centro Cervantes.
-
Al fondo, sobre los tejados avisto, a modo de hito en mi camino de vuelta al hotel, los minaretes iluminados de la espléndida mezquita Al Amin donde está enterrado Hariri. Minaretes que se elevan iluminados sobre las cúpulas azuladas, todo un poema arquitectónico.
-
Y se nota la brisa que viene del puerto cercano y que después de un día de sol, sin tregua, hay que agradecer.
-